Primeros encuentros
con el amor
Como la edad se viene encima, el
cuerpo se encorva y la vitalidad disminuye, el alma lo resiente y solo quedan
buenos recuerdos (¡Ay del que no tiene recuerdos! dice un escritor antiguo de
cuyo nombre no me acuerdo) Pues bien, he aquí algunos míos que me complazco en
evocar:
Tenía mi mamá como ayudante a una
muchacha muy jovencita y muy guapa, mejor queda decir que muy bella. La llamaré
L*; tendría unos trece años y yo quizá poco menos de doce, porque ya la miraba
con mucha admiración varonil, pues su cuerpo esbelto, su tez blanca y su pelo
rubio, me atraían obsesivamente; pero mi natural tímido, me impedía siquiera
insinuarle algo. Pero ella se daba cuenta de mis miradas cargadas de intención.
Dormíamos en el mismo cuarto, ella
en un catre al pie de mi cama. Una noche tuve que acostarme después de lo
acostumbrado pues me quedé en la sala haciendo una tarea; cuando llegué al
cuarto L* ya se había acostada y parecía dormida. Estaba a medio cubrir y tenía
la cabeza recostada sobre su brazo, en una actitud como la Olimpia de Manet o la maja de Goya. Su axila mostraba un velloncito
rubio que me sorprendió y me excitó mucho y su camisoncito
mostraba sus pechos juveniles rematados por unos florones color rosa pálido: Se
diría que en alguien como ella se había inspirado Salomón cuando escribió el
Cantar de los Cantares. En esa ocasión L* tenía los rubios cabellos peinados de
través de manera que enmarcaban su rostro, haciéndola ver muy candorosa y
serena; tenía sus párpados cerrados, un poquitín papujados, que en lugar de
afearla, la adornaban; me figuré que fingía dormir, pues me acerqué y
cuidadosamente la besé en la boca, sin que ella moviera ni un músculo; a duras
penas pude reprimir el deseo de acariciarla. Me acosté con la luz prendida y
con la esperanza de que fuera ella la que tomara la iniciativa. Todo estaba en
silencio, pero el violento fluir de mi sangre me impedía oír cualquier ruido.
Me fui calmando poco a poco y al cabo de unos minutos pude escuchar el
acompasado respirar de la hermosa niña: ya se había dormido. Comprendí que por
ese día el lance había terminado y como Rousseau (según él mismo cuenta) tuve
que valerme por mí mismo y al fin el sueño me venció. Al otro día busqué con
ansia sus ojos, pero rehuía mis miradas y me trató con una indiferencia tal,
que me sentí herido, lastimado en mi amor propio. Quizá ella no se dio cuenta
de nada o pensó que era una travesura de chiquillo; pero la que sí lo notó fue
mi mamá, que discretamente y con el tiempo como aliado, nos separó
definitivamente. Debe haber pensado, con razón, que éramos unos jovencitos que
apenas despertábamos a la vida y que no estábamos preparados a esos jugueteos
que pudieran traer consecuencias.
Siguieron unos meses fragorosos, la
terminación de la primaria, los exámenes para entrar a la secundaria que apenas
iba a iniciarse, en fin, que mi mente estaba ocupada en cosas de la escuela,
que eran muy importantes.
Llegó por fin el inicio de clases en
la secundaria y al poco tiempo sucedió mi primer encuentro con el “amor
romántico”. No llegaba a los catorce años cuando una prima mía cumplió sus
quince. Como ya cursábamos la secundaria, mis tíos le organizaron una fiesta
para celebrárselos e invitaron a sus amiguitas más cercanas y a unos dos o tres
muchachillos. Uno de ellos era yo. Fue una fiesta sencilla y después de
comer y tomar refrescos, las muchachas iniciaron un baile; como no había
suficientes muchachos para completar las parejas, algunas de ellas bailaron
entre si. Sin embargo a mi
me tocó Mari, quien me tomó por su cuenta diciendo que me enseñaría a bailar.
Al principio yo estaba cohibido, pues Mari era más alta que yo que era el más
chico de la clase, por lo que me decían el meñi, y me
llevaba un año y pico, pero después de algunos danzones y tangos ya estaba
encantado, pues Mari era muy bonita: Unos ojos grandes y vivos y una
figurita de grabado de calendario. Aquello para mí fue imborrable y ya en la
noche no podía pensar más que en ella. Desde ese día en el salón de clases
buscaba sus ojos para con la mirada demostrarle mi amor y a veces ella me
miraba con condescendencia que yo, ingenuamente, interpretaba de interés.
Cuando terminó el curso y dejé de verla, me sentí desconsolado; yo, por mi
juventud ¿o niñez?, no tenía el arrojo para buscarla en su casa, así que
me resigné y esperé con ansiedad y esperanza el inicio del siguiente año escolar.
Llegó por fin el ansiado día ¡Por fin iba a verla nuevamente!, la busqué
ansiosamente con la mirada, pero no la vi, me dije que al otro día sí la vería
pero no fue así, la decepción que llevé fue enorme: la hermosa Mari dejó la
escuela y yo quedé sumido por muchos meses en una especie de estupor que el
tiempo y la presencia de otras jovencitas fue venciendo y aunque soñaba o más
bien ensoñaba encuentros casuales con ella en los que le declaraba mi amor,
estos no llegaron y poco a poco, conforme fui madurando, los deportes y la
presión de los estudios me calmaron. Pero esa primera experiencia me volvió
introvertido y tímido y aunque las muchachas me inquietaban mucho, no me
atrevía a abordarlas. Pasó un año y entonces . .
.
Apremiado por el desasosiego hormonal
de los 15 años y por mi amigo Leobardo, me animé a hablarle de amores a una
chica de trece o catorce años: Soledad.
En esa época no había la desenvoltura
en el trato de muchachas y muchachos que hay ahora, se era más serio y formal.
Eso aunado a mi timidez natural, me cohibía, pero animado por Leobardo, que era
novio de la hermana mayor, abordé a Cholán, como la
llamábamos de cariño. Soledad era muy jovencita y agraciada. Decidido, rasurado
(¡Ya me rasuraba!) y bañado, un sábado en la tarde nos apostamos mi amigo y yo
a esperarlas, pues las hermanitas acostumbraban ir por el pan en la tarde ya
pardeando. No esperamos mucho, quizá quince minutos, cuando vimos que ya venían
por la calle real. Al pasar frente a nosotros, torciendo hacia la plazuela de
Sr. Santiago, Cholán se rezagó unos pasos para dar
oportunidad a que su hermana platicara con su novio (mi amigo). Aproveché la ocasión y con nerviosismo me acerqué a ella y
le pedí permiso para acompañarla. Aceptó y caminamos juntos la cuadra que faltaba
para llegar a la panadería. No hay que ser muy perspicaz para imaginarse de qué
platicábamos: cosas triviales que darían motivo a sonrisas indulgentes.
Yo estaba entusiasmado pues había
pasado el primer obstáculo: había vencido mi timidez. Lo comenté con Leobardo y
el, aconsejándome, me dijo que le pidiera que fuera mi novia. No sabía bien a
bien que significaba eso, pero intuía que era una especie de promesa de ser más
que amigos, que era ir de la mano y ser la pareja de baile en las fiestecitas; quizá
alguna caricia o un beso, no más.
Como a los ocho días, en la segunda conversación que
tuvimos, aceptó ser mi novia y me invitó a su festival de fin de cursos, que
sería en la semana siguiente: ella iba a salir en un bailable. Muy satisfecho
acepté y en el día fijado, en la tarde, estaba acomodado en primera fila en el
teatro al aire libre de la escuela Altamirano. Me sentía importante y mayor.
Después de las alocuciones y recitaciones de cajón (ya estaba impacientísimo), por fin salieron las bailadoras. ¡Qué
sorpresa me llevé! Cholán vestía al igual que todas
las chicas: una faldita roja corta o unos pantaloncitos que hacían lucir su
cuerpo juvenil muy bello y bien proporcionado; no tenía ojos más que para ella
y hasta me figuraba que un reflector de esos de teatro la envolvía en un
círculo de luz. Sobresalía sobre sus compañeritas, pues era más alta y blanca,
sus piernas eran esbeltas y largas y toda ella respiraba garbo y salero.
Recuerdo muy bien el bailable: era un schotís
madrileño que daba lugar al lucimiento de las niñas y que va más o menos:
“que no pué sé, que no pué sé, bailar el schotis con
los pasos al revés, … muy apretao
y muy cimbreao como se baila allá en la plaza del
Callao, Callao Callao” … y concluía, “porque el schotís se baila aquí en Madrid lo mismo en la estanzuela que en Chamberí.
Cuando terminó el festival la acompañé a su casa, aunque
me separé de ella una cuadra antes por el temor que ella sentía de que la
vieran sus papás y la regañaran. Le decía que les había salido muy bien el
bailable y que ella se veía muy bonita; se ruborizó pero creo que le gustó el
comentario. Como me había imaginado, el “noviazgo” no pasó de ir de la mano –
sin que nos vieran – y en fiestecitas familiares éramos pareja y bailábamos de
“cachetito”, no más.
Poco a poco me fui “enamorando”, pues Cholán
se mostraba gentil y agradable y me pareció que también a ella yo le gustaba,
pues se vestía más llamativamente y creo que hasta llegó a pintarse sutilmente
los labios... Pero “el diablo metió la cola”.
E P Í L O G O
Quizás un mes después, mi amigo Leobardo me preguntó que
si ya la había besado en la boca y le dije que no, y el
a mi: no seas tonto, seguro que ha de pensar
que le tienes miedo, la próxima vez abrázala y bésala, verás que le va a
gustar.
Así que en el siguiente encuentro, como a la mitad de
nuestro paseo en el callejón y después de asegurarme que nadie nos veía, la
tomé por la cintura y la besé en la boca, se llevó una sorpresa tremenda y
luego, muy enojada, me “cortó”, me dijo que habíamos terminado y casi corriendo
me dejó plantado a medio callejón. Quedé desolado y echando chispas contra
Leobardo.
Traté infructuosamente de contentarla, le pedí perdón, le
prometí que no volvería a suceder; todo fue inútil y nuestro “noviazgo”
terminó definitivamente.
Unos seis meses después conocí a Trini…
Pero esa es otra historia.
AGR 2002